Sus abuelos eran fotógrafos errantes. Sus cámaras eran cajas mágicas de donde sus manos sacaban retratos de papel que prometían conservar la inocencia del hijo, atrapar al ser amados, perpetuar al abuelo, cazar un pedazo de tiempo… pero toda foto, tarde o temprano, es la foto de un hombre muerto; y los fotógrafos errantes se fueron extinguiendo, sus cámaras desgajándose con los químicos del oficio, su oficio desgajándose con la llegada de nuevas cámaras que ya no necesitaban de sus manos y sus alquimias. Solo tres quedan en pie, apuntando las cámaras de sus abuelos, sacando del cajón los retratos de hombres muertos, corriendo a pulso la fecha de caducidad del oficio que heredaron y que no quieren ver partir al otro mundo. Este es su retrato.