Como es habitual, Corozo está en el puerto atento al arribo de la próxima canoa para cargar remesas y encomiendas, y así ganarse lo del día, o por lo menos divertirse con alguna de sus ocurrencias. Después de asear una vez más sin necesidad las habitaciones de su hotel, Doña Omaira disfruta del tercer café serrero de la mañana. Su mirada aquietada trasciende el tiempo y se encuentra en los días de la bonanza cocalera. La sonrisa que nunca la abandona contrastan con las líneas de expresión de su rostro que evidencian el cansancio de una vida trajinada. Su figura es un ejemplo de tenacidad ante las adversidades de la guerra. Rosita, por su parte, escribe una más de las cartas que nunca le envía a los destinatarios. Los caminos recorridos y los desplazamientos forzados, le han permitido fortalecer las convicciones propias de quien que no se doblega.
Corozo, Doña Omaira y Rosita tienen en común que aun a pesar de sus desgracias, están seguros que sólo en Puerto Alvira pueden llevar a cabo sus ilusiones. Después de huir como ellos, unos pocos decidieron regresar al pueblo para reconducir el destino de sus vidas. Casas abandonadas, calles medio habitadas, locales comerciales derruidos: el tiempo dejó de correr y a orillas del río se levanta un pueblo fantasma. En Puerto Alvira se hacen tangibles los contrastes cotidianos entre la guerra y la vida, el pasado y las esperanzas, y las condiciones absurdas que implica vivir en aquel lugar donde es latente el conflicto armado.
Tras las huellas y las cicatrices de la violencia que se vislumbran en el paisaje y reposan en la memoria colectiva, en Puerto Alvira se pone de manifiesto la increíble capacidad del ser humano de encontrar soluciones impensadas para sobreponerse a situaciones dramáticas e inverosímiles. En Puerto Alvira, donde la muerte le hace frente a los pobladores, la vida se sigue abriendo paso y se percibe la intensidad de las esperanzas.